domingo, 10 de septiembre de 2017

MUÑECAS HINCHABLES



Nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, «Libro X», que Pigmalión se enamoró de una estatua que él mismo había creado con blanco marfil. Se enamoró de una imagen que preexistía en su mente y que proyectó en la escultura blanca.
Este idilio se ha repetido desde entonces multitud de veces. Han cambiado los personajes, pero se mantiene el acto de amor entre el hombre y el ser artificial.
E.T.A Hoffmann, uno de los inventores del terror moderno, ideó en su relato “El hombre de arena” un ambiguo amor. Nathanael es seducido por Olimpia, un infame artefacto con forma femenina. Al final, morirá presa de la locura.
A finales del siglo XIX Auguste Villiers de l'Isle-Adam escribió una de las primeras novelas de ciencia ficción en la que un hombre se enamora de una mujer artificial. La Eva futura.
Millones de personas enamoradas, en la distancia, de imágenes reproducidas en revistas, cuadros famosos,  fotogramas en forma de Irina Shayk o Rita Hayworth.  Pigmaliones de luz que la pantalla del televisor ha esculpido en la soledad de nuestro salón. Enamorados de seres irreales.
Los de Radio Futura, en una canción, afirmaban estar enamorados de los maniquís.
En la película de Hirokazu Koreeda, Air doll, una muñeca hinchable cobra vida, abandona la casa de su dueño enamorado y encuentra el amor en otra parte.
Buñuel en Tamaño natural ya ensayó este subgénero de romance artificial, pero añadiendo sus dosis de humor, ironía y crítica social.
En otra película, Lars and the real girl, la soledad y el aislamiento impulsan a su excéntrico protagonista a contraer una relación plastificada con una muñeca. Ella es muy sensible, muy tranquila. Como Lars, por eso se entienden. Ella es de silicona.
Los amantes de silicona es una novela de Javier Tomeo. Una pareja compra sendos juguetes humanoides con los que mantienen relaciones sexuales para edulcorar su decaída relación. Un día, a la vuelta del trabajo, el matrimonio encuentra a los dos muñecos fornicando entre sí. El amor se desplaza a su propia parcela de artificialidad.
En un capítulo de la serie Black Mirror, una joven que ha perdido a su novio, adquiere una reproducción artificial. Idéntica en todo. Casi, porque no es un humano, es un robot. El amor sigue.

Este tema se podría alargar hasta el infinito en películas y otros relatos. Desde Blade Runner (quién no se enamoró de Geena Davis) hasta Ex Machina, de Alex Garland,  o la serie Westworld, en la que una bella ginoide Dolores cautiva por su humanidad imposible y su pureza.
Finalmente en Her, sublime película, Joaquín Phoenix se enamora de una voz, del sistema operativo de su teléfono móvil. Creo que aquí llegamos a la máxima expresión, cruce de locura y deseo desesperado que nace en el Romanticismo y engarza con la posmodernidad, el giro brutal, el bucle perfecto en el que la idealización de un arquetipo femenino logra vampirizar un corazón y sobrevivir en forma de ficción indescifrable mediante la inasible forma de un sonido generado por una máquina. El amor (entre el hombre y la máquina) está en el aire, en la fibra óptica, en las redes inhalámbricas pero también en los corazones.




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