Antes, las fotografías remitían al pasado. Las imágenes de las fotografías eran símbolos de algo que habíamos vivido, sensaciones antiguas, la niñez, capturas de pantalla de nuestros recuerdos, familias en sepia que permanecían imperturbables a un margen del tiempo para que el olvido no las pulverizarse en su atroz carnicería. Sin embargo, ahora que el pasado ha sido abolido, que el presente impera como un monarca despótico, las fotografías funcionan como un espejo del presente. Echamos fotografías de nosotros mismos, no de amigos que queremos recordar ni paisajes ni de instantes que han sido escenarios de nuestras emociones. Nos fotografiamos incesantemente para constatar que estamos vivos, que existimos ahora y participar de esta eternidad detenida y espectacular en la que estás o no existes
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