‘En el principio era el verbo’
Componer un catálogo de ‘Grandes
primeras frases de novelas’ es una tarea ímproba, que quizá alguien ya haya emprendido,
pero que yo he querido, dentro de mis limitaciones y particularidades, llevar también
a cabo.
Siempre se ha
hablado –en narrativa sobre todo- de la
importancia que posee la primera frase, ese eslabón-pasillo entre el vacío
absoluto y la obra literaria. Qué duda cabe de que el comienzo es la puerta al
libro, y por lo tanto, esa primera ocasión para hechizar/enganchar/atrapar/ganar
al lector.
Memorable es ‘En un lugar de la Mancha…’ de nuestro Don Quijote, sentencia ambigua que nos
sitúa ante un relato fascinante y repleto de aventuras por todos conocidas.
Los griegos
solían indicar en las primeras palabras el tema de su poema-como haría Nabokov
en su Lolita- y una necesaria
invocación a las musas. Así en La Odisea
leemos: ‘Háblame, Musa, de hábil varón…’
refiriéndose a Odiseo, objeto del poema.
Y en La Ilíada: ‘La cólera canta, oh
diosa, del Pelida Aquiles…’, valiendo las primeras palabras para indicar el
asunto central, en este caso, la ira de Aquiles.
En la
literatura hispanoamericana hay arranques de novelas memorables. Julio Cortázar
inicia su Rayuela con una incógnita,
cuyo objeto y sujeto toman al lector desprevenido sumiéndolo en una duda que a
lo largo de la novela se verá en cierta medida resulta: ¿Encontraría a la Maga? Hoy ya sabemos quién es la Maga, aunque
todavía imaginamos a Horacio Oliveira buscándola por los laberintos parisinos y
oníricos que reinventó Cortázar.
Más bello me
parece ese otro inicio que García Márquez procuró a su grandiosa Cien años de soledad. Una prolepsis que
anticipa un punto futuro en la sucesión de acontecimientos narrativos: ‘Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.’ Genial comienzo de una
obra que también presume de uno de los finales más redondos de las letras
hispanas: ‘…porque las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la
tierra.’
Otro libro
imprescindible para completar la tríada de inicios novelescos paradigmáticos en
Hispanoamérica corresponde a Pedro Páramo,
de Juan Rulfo. Un libro nebuloso y raro en el que un narrador se aventura en
busca de su padre, en un pueblo extraño y fantasmagórico, poblado de presencias
misteriosas, de voces y viento. La novela arranca así: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo.’
Impactante es también
ese hombre desgarrado y desprovisto de valores, Meursault que dice al comienzo
de El extranjero, de Camus algo
terrible: ‘Hoy ha muerto mamá. O quizá
ayer. No lo sé.’
La literatura
fantástica, caracterizada entre otras cosas, por comenzar en una aparente
normalidad para dar paso a una irrupción de seres o fuerzas inexplicables,
cambió de signo a partir de una novela corta: La metamorfosis, de Franz Kafka. Este libro, paradójicamente,
empieza con una situación fantástica para ir poco a poco instalándose en una
normalidad del todo sobrecogedora. Todos recordamos ese patético despertar del
joven Samsa: ‘Cuando Gregorio Samsa se
despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama
convertido en un monstruoso insecto.’ Comienzo que coloca al lector ante
una encrucijada imposible de encajar.
Hay otras
primeras frases de novelas que quizá gocen de menos fama, pero que a mí me
resultan inolvidables. No me canso de recordar la lírica y fascinante primera
frase de El mar, de John Banville: ‘Se marcharon, los dioses, el día de la
extraña marea.’Novela que se llena de significado a medida que buceamos en
sus páginas.
Otra que me
parece fascinante, esta vez de ciencia ficción -y voy empezando, que diga,
terminado- es la que colocó William Gibson en la novela pionera del género ciberpunk:
Neuromante: ‘El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor
sintonizado en un canal muerto.’
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