Como muchas veces no sabemos muy
bien quiénes somos, o simplemente queremos cambiar de personalidad, leer se convierte en el ejercicio más sencillo de ser
otro. Los lectores somos ventrílocuos
que adoptamos la máscara de voz (ficticia) que mejor se ajusta a nuestra cara. ¿No
hemos sido, por unos instantes, incluso días, Gregor Samsa, la sombra de Don
Quijote o Anna Karenina?
Cuando leemos nos transportamos
lejos de nosotros y en el tránsito sufrimos una transformación lenta pero
innegable.
Pero hay un pacto tácito entre el
lector y su nuevo huésped. Un reconocimiento que abre este flujo osmótico. Nadie
lee sobre marcianos si no está dispuesto a creer en ellos durante un rato.
Cărtărescu decía hace poco en una entrevista que todos los escritores escriben
para gente parecida a ellos. Y digo yo, que a su vez, todos los lectores buscan
autores que se les parezcan un poco.
Con César Aira me pasa ese milagro de mimesis
mental. César Aira construye lo extraño desde lo natural, se distancia de lo
metafórico y realiza un ejercicio de imaginación desbocada y muy inteligente
que configura un universo disparatado pero sospechosamente parecido al nuestro.
Su literatura, como si fuera un virus, engaña a nuestro cerebro, le hace creer
que está compuesta por sus mismas células y se adhiere a él para no soltarse.
Aira es adictivo. Sus textos
–dispersos, breves, ácidos, extravagantes – forman una especie de hipertexto
total al que queremos acceder. Están hilados por una imaginación gigante e
hiperbólica. Y esa omnipotencia creativa que demuestra en sus novelitas es
pegajosa. Uno, mientras lo lee, quiere ser Aira, pensar como Aira, estar en el
cerebro musical de Aira. Pero se quiere ser Aira más allá de Aira. Los que
leemos a Aira elaboramos un territorio ficcional que encierra la imaginación de
Aira y nos quedamos a vivir en él simulando que somos parte del decorado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA AQUÍ TU COMENTARIO