Esta es la segunda novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977)
tras Intento de escapada, historia en
la que se adentraba en el mundo del arte, discutiendo sus límites morales y anunciando
lo que parece ser su propio universo metaficcional: un espacio novelesco
marcado por un tono autobiográfico pero con acusada tendencia a la ficción, un perspicaz
análisis del arte contemporáneo, y por supuesto, una búsqueda casi quirúrgica
de los misterios del alma humana a través de la puesta en escena de filosofía, ensayo y muy buenas ideas.
Ahora, vuelve de nuevo a envolver a los
lectores en una trama que gira en torno al mundo del arte, pero esta vez,
añadiendo otros asuntos como el amor, los amores, la memoria, el olvido, la
pérdida o la sexualidad.
La novela comienza con unas
imágenes extrañas que le llegan al narrador, Martín, un alter ego del autor. Un
profesor universitario que ha tocado fondo y que una invitación a participar
como escritor en el Clark Art Institute, le servirá para tratar de escapar de
su presente. Las imágenes de video muestran una sombra estática proyectada
sobre un muro desconocido.
Embarcado en un trabajo de
investigación, acosado por la culpa y el sentimiento de derrota, abrumado por
un amor truncado y por un tiempo indefinido que parece alargarse en la retina
de su memoria, Martín realizará un viaje interior e iniciático en el que habrá
de descubrir qué significa realmente el arte para él. Y en su periplo
existencial, el lector igualmente habrá de enfrentarse a grandes dilemas: los
límites siempre borrosos de las relaciones amorosas y de la propia sexualidad;
la culpa como rescoldo inextinguible del pasado; y la búsqueda de un sentido,
una justificación de una vida dedicada a algo tan efímero, tan inexplicable y
tan volátil como el arte, con el que habrá de ajustar cuentas.
Hernández demuestra en esta
novela varias cosas. Su solidez como narrador, su capacidad para crear un mundo
ficcional tan íntimo como arrebatador, tan intenso como intrigante, tan vivo
como la propia realidad de la que se nutre. Con un lenguaje depurado, sencillo
pero con aciertos de belleza lírica, ha
sido capaz de crear un poema en prosa, que bucea en los abismos del alma humana, a la
vez que nos sumerge en el controvertido mundo del arte, con la pericia de un
profesor pero dotado de la sabiduría y la imparcialidad necesarias para evitar
emitir o inducir a juicios gratuitos, dejando al lector la sana tarea de la cavilación,
la duda, la expectación. De este modo, no solo se disfruta de la intriga del
relato, sino que también se abre otra vía más intelectual por la que discurrir
de forma paralela, y así reflexionar sobre los variados asuntos que se plantean.
Las novelas excelsas han de
aportar algo distinto y original al lector: El
instante de peligro lo ha conseguido. Miguel Ángel Hernández, con ecos
claros de Auster, Vila-Matas o Cercas y con la sombra tutelar de Benjamin, se ha convertido con esta
obra culta, entrañable, misteriosa, sensible, de prosa calibrada y
endiabladamente subyugante -Finalista del Premio Herralde- en una de las voces más interesantes de la
narrativa actual.
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