sábado, 7 de febrero de 2015

EL CLAUSTRO ROJO DE JUAN VICO

 


EDITORIAL SLOPER, 2014. XI PREMIO CAFÉ 1916


Los escritores son ventrílocuos del papel y la palabra escrita: imitan voces en cada libro, en cada historia, y son mejores ventrílocuos cuando menos traspasa su verdadera voz, cuando la canción impostada suena más limpia. He comenzado con esta metáfora porque creo que el caso lo requiere. En este Claustro rojo, su autor, Juan Vico (Badalona, 1975) ha ensayado once relatos y en cada uno se ha apropiado de un timbre,
de un idioma y de una voz propios. Y aunque son historias distintas un hilo común las entreteje y las comunica, haciendo de este volumen un espacio homogéneo. Este hilo es el arte.
Como decíamos, en cada historia se narra una peripecia distinta, ambientada en un país o en un período histórico diferente. Por ejemplo, en el relato que da título al libro, nos hallamos ante una historia confesional: un hombre a punto de fallecer le cuenta un terrible secreto a un joven novicio, en una ambientación medieval que nos recuerda las intrigas de El nombre de la rosa, de Eco. 


En otra historia un grupo de bohemios asisten a una sesión de espiritismo, mientras el mundo sucumbe por la Gran Guerra.
Se aprecia una especial sensibilidad y erotismo en La espuma de los cangrejos, relato ambientado en el Japón feudal en el que el arte y los sentimientos se entrelazan formando un haiku narrativo de gran belleza poética.
En estas historias desfilan grandes personajes. El escritor polaco Bruno Schulz, quien tuvo un trágico final por culpa de su destreza con el lienzo. Piranesi, ese artista que inventó el infierno surrealista antes de que se inventara el surrealismo; un pintor barroco llamado Guido Canlassi, cuyas obras ofrecen un erotismo inaudito para la época. O nombres más conocidos como Rimbaud, Manet o Degas.
El arte y la muerte y la vida, al parecer, también caben en la literatura. Y de eso habla precisamente este escueto volumen de cuentos: de la belleza terrible, como aquel ángel de Rilke, que se esconde en el arte. Porque, como dice uno de los personajes de uno de estos relatos, en la locura parece haber una ‘clarividencia reveladora’.
El autor se ha valido de una mirad privilegiada, una primera persona tímida y oblicua, que se suele esconder tras algún testigo o personaje secundario de la narración para filtrar los acontecimientos a través de sus emociones y  de sus propias percepciones. De este modo se nos informa de los hechos in situ pero renunciando a centrar nuestra atención en el narrador.
Para acabar solo apuntar que estos relatos están escritos con una prosa potente, muy cuidada, plástica y conmovedora;  y a pesar de esa heterogeneidad de la que hablábamos al comienzo, mantienen un estilo propio y un pulso firme que hacen del conjunto, una obra unitaria.


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