EDITORIAL SLOPER, 2014. XI PREMIO CAFÉ 1916
Los escritores son ventrílocuos del papel y la palabra
escrita: imitan voces en cada libro, en cada historia, y son mejores
ventrílocuos cuando menos traspasa su verdadera voz, cuando la canción impostada
suena más limpia. He comenzado con esta metáfora porque creo que el caso lo
requiere. En este Claustro rojo, su
autor, Juan Vico (Badalona, 1975) ha ensayado once relatos y en cada uno se ha apropiado
de un timbre,
de un idioma y de una voz propios. Y aunque son historias
distintas un hilo común las entreteje y las comunica, haciendo de este volumen
un espacio homogéneo. Este hilo es el arte.
Como decíamos, en cada historia se narra una peripecia
distinta, ambientada en un país o en un período histórico diferente. Por ejemplo,
en el relato que da título al libro, nos hallamos ante una historia
confesional: un hombre a punto de fallecer le cuenta un terrible secreto a un
joven novicio, en una ambientación medieval que nos recuerda las intrigas de El nombre de la rosa, de Eco.
En otra historia un grupo de bohemios asisten a una sesión
de espiritismo, mientras el mundo sucumbe por la Gran Guerra.
Se aprecia una especial sensibilidad y erotismo en La espuma de los cangrejos, relato
ambientado en el Japón feudal en el que el arte y los sentimientos se
entrelazan formando un haiku narrativo de gran belleza poética.
En estas historias desfilan grandes personajes. El escritor
polaco Bruno Schulz, quien tuvo un trágico final por culpa de su destreza con
el lienzo. Piranesi, ese artista que inventó el infierno surrealista antes de
que se inventara el surrealismo; un pintor barroco llamado Guido Canlassi,
cuyas obras ofrecen un erotismo inaudito para la época. O nombres más conocidos
como Rimbaud, Manet o Degas.
El arte y la muerte y la vida, al parecer, también caben en
la literatura. Y de eso habla precisamente este escueto volumen de cuentos: de
la belleza terrible, como aquel ángel de Rilke, que se esconde en el arte.
Porque, como dice uno de los personajes de uno de estos relatos, en la locura
parece haber una ‘clarividencia reveladora’.
El autor se ha valido de una mirad privilegiada, una primera
persona tímida y oblicua, que se suele esconder tras algún testigo o personaje
secundario de la narración para filtrar los acontecimientos a través de sus
emociones y de sus propias percepciones.
De este modo se nos informa de los hechos in
situ pero renunciando a centrar nuestra atención en el narrador.
Para acabar solo apuntar que estos relatos están escritos
con una prosa potente, muy cuidada, plástica y conmovedora; y a pesar de esa heterogeneidad de la que
hablábamos al comienzo, mantienen un estilo propio y un pulso firme que hacen
del conjunto, una obra unitaria.
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